En general no nos damos cuenta de que como nos relacionamos con otros está inevitablemente relacionado con como nos relacionamos con nosotros mismos. Nuestras relaciones con otros son una extensión de nuestra vida interna, y solo podemos estar tan abiertos y presentes con otro como estamos con nosotros.
Los seres humanos nacemos en un estado de vulnerabilidad total. Necesitamos a nuestros padres para que nos satisfagan emocional y físicamente. Para que nos funcionan de espejo. Pero nuestros padres no nos pueden dar el reconocimiento que no se dan a ellos mismos, no nos pueden permitir tener necesidades, sentimientos, sensibilidades, que nunca se permitieron ellos. Esta situación es muy difícil para los niños. Necesitamos a nuestros padres para que nos ayuden a aceptar y relacionarnos con todo el rango de emociones que sentimos. Pero en general, solo vemos reflejos parciales, distorsionados, o ninguno en absoluto.
Y esto da lugar a uno de los miedos más primales: que hay algo malo en nuestra experiencia, que somos deficientes, no valiosos, inaceptables, que no existimos. Cuando los adultos (ya sea por no entender, por descuido, o por abuso) no reconocen nuestro valor, nos sentimos profundamente heridos. Nuestra sensibilidad experimenta un shock, que empieza a cerrar la apertura natural de nuestro ser. Así es como vamos cerrando y apagando partes nuestras, porque no queremos sentir lo que sentimos.
Nuestro estado de básica apertura es la fuente del amor y de muchas cualidades humanas esenciales. Pero también da origen a mucho dolor en la niñez, si no nos ven o valoran. Para reducir nuestra sensibilidad a este dolor, que amenaza nuestro equilibro, nuestra supervivencia emocional, aprendemos a cerrar la apertura natural de nuestro cuerpo y nuestra mente. Esto nos da un sentido de control, nos ayuda a adaptarnos y sobrevivir las vicisitudes de nuestra circunstancia familiar. Nos quedamos cerrados, y nuestra tendencia es cerrarnos antes cualquier dolor emocional.
El problema es que muchas veces esta cerrazón protectiva se instala en nuestro ser como una serie de defensas rígidas, crónicas, que nos desconectan de lo que sentimos, que nos desconectan de la apertura básica del ser, que nos impiden reaccionar libremente a la vida. En nuestro intento de rechazar el dolor, terminamos rechazándonos a nosotros mismos en vez. De esta manera nos lastimamos de una manera muy profunda, que nos duele toda la vida: nos empezamos a separar de nuestro ser.
Cerrarnos de esta manera nos hace perder acceso a importantes recursos internos. Desarrollamos agujeros, puntos muertos, lugares entumecidos, donde la energía de la conciencia no fluye ya libremente. El ser se empieza a desviar en la niñez: nos cerramos a nuestro potencial, empezamos a desconectarnos y nos quedamos viviendo en un lugar pequeño, confinado. Este cuarto confinado es nuestro ego, o personalidad condicionada. Que desarrolla estrategias para adaptarse a un mundo que no parece apoyar a quien realmente somos. Nuestra personalidad está compuesta por varias identidades: creencias fijas sobe nosotros mismos, que nos defienden de las emociones amenazantes.
Por ejemplo, si nuestro deseo de amor fue frustrado, construimos una fachada y pretendemos que no tenemos ninguna necesidad. Eventualmente empezamos a creer que realmente no necesitamos del amor. Y estas creencias crean una imagen distorsionada de la realidad. Lo hacemos porque, en parte del tiempo, esta personalidad condicionada nos ofrece una sensación de seguridad, de comodidad, de refugio. Pero, como está hecha de imágenes distorsionadas y congeladas, también es una jaula. Que nos impide vivir libres y expandirnos. Nuestra personalidad condicionada siempre tiene la sensación de una deficiencia, la sensación de que perdimos el contacto con nuestra profundidad, con nuestra esencia.
Y cuando perdemos conexión con nuestra alma, para compensar por la pérdida del ser, tratamos de establecer nuestro valor a través de tener y hacer. (Tengo esto, entonces soy; hago esto, entonces soy). Y esto nos deja con una tremenda sensación de vacío y frustración: no importa cuánto hagamos o tengamos, vamos a sentir que algo falta. Eventualmente, nos imaginamos que encontrar alguien que nos ame va a llenar el vacío y resolver todo. Cuando nos empezamos a enamorar, el prospecto de nuevas posibilidades, nuevos mundos, nos entusiasma y causa que nuestro ser se expanda. La habitación de nuestro confinamiento se abre, pero el resto del palacio, que estaba deshabitado hacía mucho tiempo, nos hace sentir temerosos. Es amenazante. Si mi personalidad niega mi necesidad de amor, por ejemplo, cuando esta necesidad salga a la luz en una relación, no voy a saber qué hacer con ella. Cómo expresarla, cómo manejarla. Parece un agujero negro que puede tragarme entero. ¿Qué me va a pasar si reconozco esta necesidad? ¿Voy a perder mi fuerza? ¿Quién voy a ser? Mi supervivencia parece verse amenazada.
Estar al lado de esta parte rechazada, ignorada de uno mismo, se siente crudo, inestable. No soy un experto acá. Mi identidad consiente, mi fachada de autosuficiencia, es cuestionada. Y una identidad inconsciente, profunda, quiere emerger. Temo volverme un niño dependiente y necesitado, a la merced de los otros. Aparecen demonios, miedos, que me desincentivan a avanzar. Me doy cuenta de que puedo perderme.
Y es verdad, podemos perdernos, pero eso es lo que hace al amor tan interesante. Soltar las viejas identidades, es excitante y también asusta. Esto deriva en una situación interesante: me tironean en direcciones opuestas: puedo contraerme o expandirme, quiero ir hacia delante y también mantener mi defensa. La estructura de personalidad es como una semilla: que protege la tierna vida adentro, hasta que está lista para salir al mundo. Nos protege y nos da seguridad. Pero cuando el amor nos despierta, nuestro caparazón se convierte en una barrera que bloquea nuestra expansión. En la psicoterapia de presencia incondicional trabajamos con meditación y ejercicios terapéuticos para volver al cuerpo. Nuestra herida es la desconexión de nuestra bondad básica. Somos, naturalmente, buenos y perfectos. Pero estar desconectados de ello nos hace intentar llenar el vacío. La rigidez de nuestra personalidad crea patrones, nudos, coágulos que cortan el flujo y la circulación de energía. Trabajamos para conectarnos con nuestra esencia y con nuestra bondad básica. Y con la de los seres que amamos.